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Qué no se dijo del Héctor. Que se despellejaba por encallecer el amor, que era así y era asá, que fue un tal por cual pero igual, un canalla del cariño al que todos querían. En el suburbio, aquel epifánico cielo del pobre e infierno terrenal, foco del pecado y redención, entre las luces y sombras de una mitología urbana posapocalíptica, el canto de Lavoe sabe a navajazo y caricia, a estupor y cicatriz de aquello que la música hace imperecedero. Óyelo tu.

 

Héctor Lavoe

CANTO DEL TENOR DE ESQUINA

Eloy Jáuregui Coronado

 

El musicólogo Agustín Pérez Aldave lo observó por última vez aquel domingo a medianoche y ese registro memorioso -supongo- es toda una postal entrañable a sangre viva. Héctor Lavoe estaba sentado sobre su maleta en el aeropuerto Jorge Chávez. El vuelo que lo regresaría a Nueva York venía demorado y El Cantante de los Cantantes parecía un emperador derrotado por la fama y la soledad. Había llegado a Lima ese agosto de 1986 y no regresaría jamás. Al padre de Hugo Ábele, el que arriesgó la plata para que Lavoe se presente entre nosotros, Héctor le confesaría que Lima era un rincón extraño entre espina envenenada o sueño u orgía. Y a Pérez Aldave y Walter Rentería, le quedó casi tatuada en el alma aquella frase sentenciosa de Héctor: «Yo me voy a morir un día de estos como los grandes, como Tito Rodríguez o Benny Moré». Era cierto, Lavoe fue el genio que la gente sospecha que es, que hasta sabía el día exacto de su muerte.

 

Lavoe como Adán también se apellidaba Pérez. Una única vez vino a Lima y todavía en El Callao se siente su aroma a vaporino de romances e infidelidades. Fueron seis sus presentaciones en al Feria del Hogar. Empezaban a las ocho en punto y terminaban una hora diez minutos después inmisericordemente. Lo presentaba el doctor Luis Delgado Aparicio y ese era otro concierto. Lavoe trajo un grupo de excelentes músicos neoyorkinos bajo la batuta del pianista Joe Torres y bien parecía una pequeña big band de jazz con un croner gángster. Ninguna de las noches dejó de cantar «Periódico de ayer», el clásico de Catalino Tite Curet Alonso que hoy cumple 25 años y, que hoy también, debo confesarlo: la primera vez que escuché el tema decidí ser periodista y dejé el catchascán para siempre. Pero finalmente ¿Quién fue/es Héctor Lavoe? Empecemos. Es un cantante singular para la pelvis plural. Le canta al espíritu no al oído. Le habla, no obstante, a la oreja del corazón y a su ritmo. Le devuelve la cordura -en todo caso-a la arritmia. Es un interprete de música atemporal en su momento preciso.

 

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Su voz no es un valor, es un registro único con propietarios morales y sin títulos.

 

Sigamos. Su música es para el orgasmo de la propia música: la rumba-emperatriz del gozo. Un ejercicio de audacia auditiva con público y sin red y muy necesaria. Su canto rompe el sonido y el vestido (como una voz interior a la misma ropa interior: un lancero contra la lencería) a la solemnidad, vr.gr., al corcé sonoro de la tradición silente estrepitosa. Es el canto (el primer rugido armonioso desde que el hombre con hambre es tal) contendiente entre el arte como tradición y el arte como creación. Así, es un rebelde de estirpe contra los modelos del academicismo formalizado o fosilizado. Un transgresor de lo clásico en proceso romántico [lo romántico a la manera de Lord Byron] y en vías de patentar el desenfado lírico: otra tradición lejos de la traición y sin traducción.

 

Una verdad revolucionaria, su timbre: la canción habitada de ultrasensibilidad y de pasión; un canto de veras como un calco de verdad. Lavoe hace de la lengua y de las palabras su campo de batalla o un lecho hecho para hacer el amor. La voz de Lavoe: un instrumento casi palentológico para recoger con todos sus vestigios al mundo -llevarlo en sus manos estridentes cual atlético Atlas sin marcha atrás–, su mundo y mostrarlo luego mientras guiña un ojo detrás de una partitura como un pirata dadivoso. Recuérdese a Lavoe retratado de Chaplín en su disco Comedia y a un tema, «El Cantante», [Fania, 1978]. Una casualidad por causa o la causa de un rebelde sin causa o [Our latin thing] «Nuestra Cosa».

 

Lavoe era la misma lírica negra de la desventura y ésta, como sustancia de lo popular serio, no era triste. Era vívida experiencia y gozo. Los que lo conocía aseguran que Héctor a más éxito adhería más fracasos. Parecería -digo yo que es cierto– que sus mercaderes de su trayectoria profesional le provocaban cuanto drama real podía soportar un sencillo ser humano.

 

 

Entonces esa facilidad para las drogas, aquel pasaporte para el adulterio, esa visa para vivar a pellejo pelado con la muerte era fabricado por sus managers y conductores quienes veían que mientras más desgarrado era el canto de Lavoe por sus desgracias carnales, más discos se vendían. «El mito» eran miles de dólares, en lo que la vida de Lavoe era sólo dolor.

 

Empecemos otra vez. La música de Héctor Pérez -así se llamaba en la vida real, Lavoe era su apellido irreal–es sanguínea positivamente hablando y en el sentido más universal del mismo caso Lavoe. Pérez no es plural como apellido de cantante, sí de un músico singular. Esa es la suerte, la buena suerte de otro Pérez, Pérez Prado. Héctor a secas, entonces nació un 30 de Setiembre de 1946, en Ponce, la segunda ciudad de Puerto Rico -la primera hubiera dicho Papo Lucca, el líder de La Ponceña-pero para eso están los libros. Ahí dice que es San Juan la capital de la isla. Sería un pecado capital no decir que las islas tienen su propia geografía y por supuesto, su propia música -hay cantos importantes de Alcatraz y El Frontón–. A puerto Rico le dicen Borinquen. Lavoe canta sin contar que es El Paraíso de la Dulzura y Rafael Hernández, una suerte de Pinglo borinqueño, hubiera jurado sin aislarse demasiado que aquel pedazo de tierra rodeada de mar es La Isla del Encanto.

 

Lavoe posee orgullo y raza. No canta en inglés. Recupera el acervo borinqueño, hace uso del spanglis y universaliza el barrio y sus personajes. Es un joven descubriendo el amor, el sexo y sensibilizando el lado filoso del lumpen. Toca la fibra social. Se inserta en la problemática nacionalista de Puerto Rico. Decían que era «graduado en la universidad del refraneo con altos honores y miembro del gran círculo de fuego de los soneros.

 

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Poeta de la calle, maleante honorario. Héroe y martir de las guerras cuchifriteras donde batalló y ganó, decían.

 

Veamos si su primer disco se llamó El Malo (The Bad Boy of Salsa) con Colón, obsérvese como se llamaba el resto: La gran fuga, «El crimen paga», «Asaltos navideños », «El juicio» y «Lo mato». Pura carne de lumpen de un Héctor apresado a Colón. Luego se separan. Lavóe entonces canta: «con los Santos no se juega/ date un baño/ tienes que hacerte una limpieza…». O reza «Padre nuestro que estas en el Cielo/ líbranos de todo mal/ y líbranos de las manos/ que nos quieren acabar». ¿Un místico? No. Un artista divino. Pero léase estos otros títulos «Emborráchame de amor», «Castigo», «El retrato de mamá», «Pobre del pobre», «Pasé la noche fumando», «El infierno». Es decir thanatos, eros y celos: un cóctel de los mil diablos para alguien que era un dios con minúsculas y para sus adoradores.

 

Lavoe grabó 257 canciones en sus 11 discos de larga duración con la orquesta de Colón y en los 9 como solista, aparte de las canciones ejecutadas con Tito Puente y la Fania All Stars. Es autor de «No hay quien te aguante» [junto con Ramón Rodríguez] y de los notables «Paraíso de la dulzura» y «La Fama», entre los más conocidos. En el hospital St. Clare, un 29 de junio de 1993 se murió Lavoe.. Algunos afirma que el Sida lo derrotó. Otros juran que fue su misma vida –casi una negra novela negra– quien lo venció. Lavoe existió con el signo trágico desde su nacimiento, marcado por la defunción de su madre y la muerte de su hermano mayor por drogadito. Después ocurría la muerte accidental de su hijo y sus tentativas de suicidio, sin hablar de su suegra asesinada y del incendio de su casa. Vida sufrida vida que le imprime todo el nervio a un personaje cabal de la leyenda popular latinoamericana. Lavoe estuvo enterrado en el cementerio de San Raymond en Nueva York y actualmente por gestiones de su familia ha sido transferido y descansa en paz en el cementerio de Ponce. Su voz se sigue oyendo como el jubiloso canto de un tierno tenor de esquina, de todas las esquinas.

 

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